En 1930 Federico García Lorca llegó a La Habana procedente de Nueva York y quedó deslumbrado por sus colores: “Pero qué es esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez Andalucía mundial?” Un apabullante espectáculo de naranjas, grises, rosas, azules, bermellones, castaños, rojos pastel, amarillos, beiges, blancos sucios, verdes, ocres, cada uno de ellos con infinitos matices estampados en fachadas, pórticos, zócalos, cenefas, en la carpintería y en los vitrales para tamizar el fuego del sol caribeño, donde la luz todo lo condiciona y resalta los colores para dar al paisaje un tono poético único.
En homenaje a los 500 años de la fundación de La Habana de 1519, llave de las Indias y principal punto de conexión entre Europa y el Nuevo Mundo, el “Historiador de la Ciudad” Eusebio Leal y una empresa española presentaron la paleta de los 164 colores más empleados en la arquitectura habanera. El estudio sacó a la luz el empleo del blanco al inicio para evitar el reflejo del ardiente sol cubano y con el tiempo la tendencia a utilizar los colores vivos. Todo el banquete de colores para los sentidos que cautivó a García Lorca cuando llegó del cemento de Nueva York ahora continúan degustando sus habitantes y visitantes.
“Sin la música y sin el Habana Cuba no se entiende La Habana” dice el poeta Sigfredo Ariel. Defiende que su potencia cultural es inmensa y que le viene dada por su mulatez y por la mezcla, como una especie de Aleph tropical, donde convergen todos los espacios y los tiempos. Y Pablo Milanés canta a La Habana como la reina de la cultura con mayúsculas, porque da igual hablar de arquitectura, música, pintura, ballet, literatura, ajedrez o poesía.
Cabrera Infante en sus tatuajes literarios sobre La Habana la describe, escribe y la inventa. “El olor es la sensación que echa a andar el juego de la memoria”. La Habana es, en cada página de su memoria urbana, la “Gran Papaya Musical” insobornable, un territorio donde el viandante palpita noche y día todas sus insaciables y felices sentidos, sin encontrar más que regocijo, ruido, juego, placer, pasión y vida.
En La Habana Hemingway escribió, pescó, amó, deambuló y bebió. Frecuentaba la “Bodeguita del Medio”, lugar donde se inventó el mojito, de atractivo bohemio mundial y humeante interior, frecuentado en los 50 por Pablo Neruda, Salvador Allende, Nat King Cole y Gabriel García Márquez.
Carpentier en su libro “La ciudad de la columnas”, reinventa su historia, arquitectura y música. La Habana, “la vieja ciudad”, se convierte en un espacio mítico que comprende no sólo la concreta presencia de sus formas, sino también el ethos barroco en todas sus representaciones.
La columna es la constante urbana habanera. Un transeúnte puede salir del ámbito de las fortalezas del puerto y caminar hasta las afueras de la ciudad atravesando todo el centro, siguiendo una misma y siempre renovada columnata en la que todos los estilos aparecen representados, conjugados o mestizados. Dóricas, jónicas, corintias, toscanas, compuestas, palladianas, mezcladas con toda la fuerza. Y son las columnas las que determinan el módulo y la medida, un modulor que otorga a la ciudad su singular barroquismo para la protección del sol y la lluvia.
La ciudad de las columnas y los portales dan sombra desde hace medio siglo, donde la superposición de estilos fueron creando ese estilo sin estilo en un proceso de simbiosis, de amalgama, que se erige en un barroquismo que distingue a La Habana de otras ciudades de América Latina. Pero existen cuatro Habanas: la colonial, una ecléctica republicana, otra déco y la moderna. Las personas, las casas, las cosas y sus vehículos clásicos no se suceden, sino que se encuentran reconociéndose en cada esquina y en los signos que las perfilan.
Eusebio Leal como “Historiador de la Ciudad” aseguraba que más allá de su patrimonio material La Habana es un estado de ánimo que seduce y atrae. “A veces la ves cubierta por un velo de decadencia, pero cuando tú rompes ese velo aparece entonces el esplendor de su urbanismo y de una arquitectura que te permite, por una sola avenida, ir desde los castillos del siglo 16 hasta la modernidad de Richard Neutra”.
A Leal se debe en gran medida el rescate y rehabilitación de la antigua ciudad herida de muerte debido a la falta de recursos. Sin él y su ingente obra restauradora, La Habana Vieja y su excepcional fondo arquitectónico y urbano, que desde 1982 forma parte de la lista de patrimonio mundial de la Unesco, probablemente hubiera sucumbido.
A partir de 1981 comienza a dirigir las obras de restauración. En 1993, cuando el derrumbe del campo socialista dejó el país sin recursos, Leal convenció a Fidel Castro para dotar de autonomía y crear su propio sistema para autofinanciar la restauración. Durante casi tres décadas rehabilitó cientos de edificios y espacios públicos que hoy son el corazón de la ciudad.
“Preservar el patrimonio material e inmaterial de la ciudad es importante, pero no como una tarea de momificar el pasado. El proyecto de La Habana y la misión que tenemos es precisamente darle vida, que la ciudad sea para los que la vivan, por eso la Oficina del Historiador ha creado escuelas, centros de salud y vivienda, es la única manera de que no se convierta en un pueblo viejo o en un centro turístico…. Hay más trabajo que nunca, todavía queda mucho por salvar”, sentenció ya muy enfermo, hace pocos meses.
Falleció este viernes 31 de Julio a los 77 años. Su muerte se vivió con conmoción entre la gente humilde, el mundo de la cultura y en las instancias oficiales, porque Eusebio Leal fue leal a la historia y a la cultura arquitectónica de La Habana.
